sábado, 29 de mayo de 2010

La vida es bella.

Hacía frío, caminabas a mi lado y a lo lejos se escuchaba todavía la música y las risas de la gente. Era un momento mágico porque la noche más vieja del año estaba tocando a su fin pero aún no se había ido del todo. Quizás fuera por miedo a que el amanecer te dejará ver mis ojos brillantes, mis labios vulnerables, mi cuerpo, que temblaba de frío y de miedo a la vez. Por aquel entonces la vida se me presentaba tan plena, tan llena de pasión, que aquello me asustaba. Y allí, atrapados en medio del tiempo, sin más cielo que las estrellas, rompí un trocito del muro que nos separaba, asome la cabeza y te conté algunos de mis secretos. Después nos fuimos a casa: yo y mis incertidumbres. Siempre había pensado que los momentos importantes debían transcurrir como sucedía en el cine, en esas películas en las que las palabras fluyen como si fueran una melodía encadenada perfecta. Escenas de ensueño con finales apoteósicos. Pero la realidad era otra cosa. Por el camino, traté de imaginar la que cara hubieras puesto si en lugar de despedirme con un simple hasta luego hubiera pronunciado las palabras que regaló Guido a Dora, en La Vida es bella:

—Bueno, adiós. Ha sido muy gentil conmigo. Ahora voy a tomar un buen baño caliente.
—Ah… me olvidaba decirte que…
—Dilo.
—… Que tengo unas ganas de hacerte el amor que no te puedes ni imaginar. Pero esto no se lo diré a nadie. Sobre todo a ti. Deberían torturarme para obligarme a decirlo.
—¿A decir qué?
—Que quiero hacer el amor contigo. No una vez solo, sino cientos de veces. Pero a ti no te lo diré nunca. Solo si me volviera loco te diría que haría el amor contigo, aquí, delante de tu casa, toda la vida.

Cuándo entré en mi cuarto, me senté tranquilamente y decidí empezar el año viendo aquella película. Ese día La vita e bella conquisto mi corazón, me provocó ternura, lagrimas, sonrisas, … Fue como una terapia tejida a base de imágenes y sensaciones indescriptibles. Y en menos de dos horas. había desaparecido todos mis miedos e incertidumbres, alimentados durante años, se habían evaporado. Comprendí lo importante que son las palabras y la imaginación. Y estaban ahí delante, en estado puro, esperando que las utilizara. Desde entonces no hay nada que me haga sonreír más intensamente que la imagen de tus deliciosos labios regalándome la frase de Roberto Benigni: ¡Buenos días princesa¡ Ahora sólo sé que haría el amor contigo, aquí y en el último rincón del mundo, toda la vida. Pero a ti no te lo diré nunca…salvo que entres en esta habitación.

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